miércoles, 21 de enero de 2009

EL SILENCIO EN MEDIO DE LA OPRESIÓN


570 familias conforman el barrio de invasión más grande del Valle de Aburrá. San José del Pinar está ubicado en la zona nororiental de la ciudad de Medellín, desde 1994, año de fundación, su historia se ha visto envuelta en la pobreza y la desolación.
Un barrio que por iniciativa propia debió construir su propio servicio de luz eléctrica, pero que todavía no tiene acceso al agua potable, un barrio que ha vivido la presencia de diferentes grupos armados donde muchos habitantes no distinguen si son de las autodefensas, las FARC o alguna banda criminal.
Violaciones, robos y asesinatos son muchas de las historias que cuentan los caminos de tierra que tiene este barrio. El silencio ha sido la fórmula, según algunos habitantes, para que ahora puedan contar lo que vivieron en la época más violenta de El Pinar, el año 2000.
Ester Londoño, Vicky Munive y Julián Meza son algunas de las personas que debieron llegar a El Pinar por diferentes razones socio-económicas o porque la violencia en sus regiones los obligó a abandonar su tierra y dejar todo lo que se encontraba allí, pero tras la salida de sus lugares natales no esperaban que se fueran a encontrar en medio de una de las ciudades más violentas del mundo, la Medellín de finales del siglo XX e inicios del siglo XXI.
La ciudad industrial, comercial y bancaria del siglo XX en Colombia, Medellín, mostró que desde 1930 iniciaba un crecimiento poblacional del 3.5% anual con 130 mil habitantes. En 1951 la población y el crecimiento empieza a ser mayor ya que llega a 358.189 personas con un ritmo de crecimiento del 5.88% llegando a constituir el 22.81% de la población total en Antioquia.
-Yo vivía en San Marcos, Sucre, me vine hace nueve años por la violencia,- comenta Vicky Munive.
Al lado de su esposo y sus cuatro hijos, Vicky llegó a Medellín a la casa de sus suegros, en el Barrio San Pablo, con el ánimo de recuperar todo lo que debió dejar esta familia agricultora en Sucre.
-Ya se estaba metiendo la guerrilla a violar los derechos humanos, nos robaban los animales o se comían lo que teníamos en la tienda, no respetaban nada,- agrega Vicky, que luego de vivir un año donde los padres de su esposo decidió con su familia salir en busca de un terreno propio donde continuar su vida.
En El Pinar y la ciudad, esta familia costeña se encontró frente a una situación diferente, “los niños ya no podían correr como antes” porque los peligros del barrio y la ciudad representaban un riesgo que debía asumir la familia.
-Muchos se fueron para Córdoba, Sincelejo, Bucaramanga y Medellín-, dice Vicky, y agrega, -debimos vender todo, un primo que se quedó allá lo mataron esta semana (27 de diciembre de 2008).
La violencia no ha desaparecido aunque, aparentemente, ha disminuido. De vivir una guerra en el campo pasó a vivir una en la ciudad, más sensible pero parecida a la que había vivido en su querido Sucre.
-A veces llegaban los guerrilleros y más tarde los paracos, uno no sabía qué hacer porque lo podían matar a uno-, en medio de ambos grupos no podía negarle nada a ellos, de igual forma estaba invadida en la ciudad, aunque no le tocó toda la época de violencia en el barrio, sí descubrió que en su nuevo hogar estaría conviviendo con hombres extraños que se encontraban en una guerra abierta conformada por la fuerza pública, las autodefensas, bandas criminales y grupos guerrilleros.

DOÑA ESTER
Doña Ester Londoño es viuda desde hace 12 años, dos años después de llegar al barrio que apenas crecía.
-Yo vivía en Ciudad Bolívar, afortunadamente siempre fuimos una familia donde lo tuvimos todo-, comenta Ester mientras recuerda cómo llegó al barrio, -yo sólo conocía las pulgas en… ¿cómo se llama eso? el álbum de chocolatinas-, en El Pinar no había luz, agua ni casas, solamente algunos plásticos para sobrevivir durante la noche que formaban el techo de una casa que sostenían algunos troncos de madera.
Cuando Ester tenía, con su esposo, la tienda más arriba del barrio, su esposo fue asesinado al parecer por autodefensas porque queda sin aclarar la razón de su muerte.
-Mucha gente me dice en el barrio que por qué sigo todavía acá sabiendo que soy la única mujer que sigue después de que habían matado mi esposo-, afirma Ester.
El único recuerdo de su esposo es Alba, su hija de doce años, una adolescente que sueña con ser una doctora y tener un futuro en un lugar diferente al barrio, porque creció cuando las muertes y hombres desconocidos hacían parte de la vida diaria de todo Medellín.
-Una gente toda rara, eran los dueños del barrio, visitaban de noche y en el día no se veían, nunca se sabía quienes eran-, cuenta Doña Ester mientras recuerda con Julián cómo era esa época donde habían varios grupos armados rondando y vigilando recelosos sobre los desconocidos.
-Una vez vino un muchacho de 20 años desde Frontino a visitar la mamá, una viejita de 60 años, ella vivía para arriba del barrio. Mientras él compraba un bolis llegaron y le dispararon por la espalda-, narra Doña Ester. Ese muchacho nunca iba al barrio, pero por ser desconocido los asesinos lo tomaron como miembro de algún grupo armado.
-Eso fue un domingo, yo fui tan bruta que me fui a ver y no dormí esa noche. Estaba totalmente desfigurado, con los sesos afuera-, agrega Doña Ester cuando recuerda “ese niño”.
Según la investigación Homicidios en Medellín, Colombia, entre 1990 y 2002: actores, móviles y circunstancias, “en Medellín, Colombia, el homicidio es la primera causa de morbimortalidad desde hace 20 años y sus tasas de mortalidad superan las de grandes capitales de América Latina” , además, de 55.365 homicidios en ese periodo, el 93.6% eran hombres, “los principales móviles del homicidio fueron los ajustes de cuentas y los atracos. El 37,0% (IC95%: 34,0%-41,0%) de los muertos provenían de los estratos más bajos de la ciudad y el riesgo de homicidio fue mayor a medida que el estrato socioeconómico era menor”, revelaba el estudio.
-Eso parecía la guerra de Vietnam-, compara Doña Ester, que durante el tiempo que estuvieron los paramilitares de forma masiva en el barrio vivía con mucho miedo de ser asesinada.
-La mamá de uno de ellos me cogió cariño y se metía en mi casa metida, yo qué culpa tenía que ella viniera acá-, dice Doña Ester, porque continuamente en el barrio le decían que algún día los guerrilleros la iban a matar porque esa señora se mantenía metida en su casa.
Según Julián Meza, “uno puede contar las cosas porque tenía que quedarse callado”, sin embargo, luego de la época más complicada, de vivir y sentir la muerte de personas que fueron víctimas injustas, en el barrio y la ciudad, de la violencia entre los grupos armados, muchas personas se atreven a decir que ahora viven en el paraíso.
-Porque por chismes mataban a la gente. Una vez a dos niñas morenitas todas bonitas las mataron que porque eran novias de unos soldados. Ellas nunca hablaban con ellos, sólo los saludaban, pero las mataron por ser novias de los soldados-, dice Doña Ester Londoño.
Muchas historias rodean de misterio y esperanza a El Pinar, algunas ONGs como Pan y Paraiso están preocupados por tener un comedor infantil en el barrio para que los niños no se acuesten sin comer en el día, para que puedan estudiar y recibir un regalo de navidad como lo hizo el año pasado. En medio de las casas de plástico y lata, la pobreza y los recuerdos de un pasado violento, muchos habitantes tienen la esperanza de que esa realidad que los marginó de una vida tranquila sea recompensada con un futuro lleno de trabaja y prosperidad porque en El Pinar siguen esperando ayuda para mejorar el barrio desde 1994.